En este artículo vamos a ahondar en esta relación para entender un poco más por qué un olor puede ser capaz de sacarnos una sonrisa o provocarnos un llanto.
Los aromas son mucho más que olores. Muchas veces son un pasaje al pasado, a una escena, a un recuerdo, a un momento feliz, a una emoción, un lugar o una persona. El olor de un plato, puede remitirnos directamente a nuestra infancia, cuando nuestra abuela lo preparaba para nosotros. El de una flor, a un campamento con los compañeros de la escuela. Y el de un perfume, a nuestra novia o novio de la adolescencia, ese que nos rompió el corazón y nos hizo sentir que la vida se acababa.
Según estudios científicos, esto ocurre porque el sentido del olfato está directamente vinculado con el sistema límbico, el centro emocional del cerebro y nuestra memoria. Por otro lado, la elección de un perfume es tan importante como la elección de la ropa o el calzado a la hora de sentirnos bien y únicos. Y todo ello es crucial para forjar nuestra identidad y reflejar nuestra personalidad. En este artículo vamos a ahondar en esta relación para entender un poco más por qué un olor puede ser capaz de sacarnos una sonrisa o provocarnos un llanto.
En el entorno en el que vivimos, todo tiene olor. Desde nosotros mismos y las personas con las que nos relacionamos, ya sea orgánico o artificial a través de un perfume agua brava o Blue Seduction; lo que comemos y bebemos todos los días de la vida; nuestra casa, el ambiente de trabajo y los espacios al aire libre que transitamos; los hospitales, las iglesias, los restaurantes. Todo, absolutamente todo, huele a algo.
Por otro lado, los olores constituyen un negocio en sí mismos y no sólo en lo concerniente a los perfumes. Porque además de la perfumería, la industria de la olfacción (acto de oler) alcanza los artículos de higiene, como cremas, lociones, jabones y geles; elementos de limpieza, como detergentes, jabones en polvo y suavizantes para la ropa; aromaterapia, como aromatizantes de ambientes, velas, aceites; y la gastronomía, por supuesto.
En ese sentido, los olores cumplen múltiples y diversas funciones y, aunque se encuentran mezclados en la mayoría de las situaciones, se clasifican en diferentes tipos: los naturales u orgánicos, propios del cuerpo; los artificiales o fabricados, como la contaminación y las fragancias; y los simbólicos, las metáforas olfatorias, las más importantes para hablar de los perfumes y su importancia en términos sociales e identitarios. Porque, como anticipamos, la olfacción logra evocar recuerdos y emociones y constituye una construcción moral de la realidad.
El olfato fue y sigue siendo el sentido menos estudiado por la sociología y la antropología. Sin embargo, es muy relevante en materia social, teniendo en cuenta que el aroma de un perfume puede ser un símbolo de estatus socioeconómico y una herramienta o insumo para dar una buena imagen y el olor a gas o humo, puede representar una señal de peligro.
Los olores son capaces de despertarnos recuerdos, de darnos hambre, de excitarnos sexualmente, de ponernos contentos o tristes y de descomponernos hasta los vómitos.
De recordarnos a una persona y sentirla presente, aunque no lo esté; de hecho, es frecuente que asociemos las fragancias Agua brava o Aqua Di Gio a un determinada persona y que olamos las pertenencias con olor a Chanel N° 5 de nuestra abuela o madre que ha muerto para sentirla cerca.
Por todo eso, podemos decir que los olores son una parte importante de la identidad de las personas, que dejan de manifiesto lo que somos, como individuo y como grupo, tanto literalmente como metafóricamente, interceden en nuestros vínculos sociales.
Además de un proceso fisiológico, los olores también son un fenómeno moral, porque es innegable que algunos son considerados positivos y otros, totalmente negativos. En consecuencia, la cosa o persona que huele bien, es buena y la que huele mal, es mala. Y es esta connotación totalmente subjetiva y simbólica la que los vuelve sociológica y moralmente trascendentes.
Cuando una persona tiene mal aliento u olor a transpiración o suciedad se aleja de los parámetros olfativos positivos de la sociedad, la juzgamos y automáticamente pensamos en que tiene un problema de salud física o que dejó de bañarse porque está deprimida o cualquier otro argumento. Y si este olor es recurrente, no podemos separar a esa persona de él. Por el contrario, si nos encontramos con alguien que huele a perfume, crema o alguna loción, determinamos que huele bien o rico, tal como establecen los parámetros olfativos socialmente aceptados.
En el mismo sentido, empleamos expresiones como “algo huele mal”, “es una peste” o “es un cochino” para referirnos a situaciones negativas y “esto huele bien” o “huele a rosas”, para remitirnos a un escenario positivo. Es decir que el fenómeno fisiológico del olor se transforma en un juicio moral y simbólico, en un elemento constitutivo de la moral de los demás y la representación simbólica de uno.
Los significados que se les atribuyen a los olores revisten el mismo tenor que aquellos que se les aplica a los parámetros de belleza y fealdad, bondad y maldad. Atravesados por los mandatos sociales, esperamos que las personas se bañen, estén limpias, vistan ropa pulcra y, además, huelan de ese modo. Porque no nos alcanza con saber que están higienizadas, también pretendemos que destilen una fragancia agradable, que se pongan perfume.
Porque el perfume es un olor positivo, un olor bueno, un olor del bien. Y la ausencia de él, negativa, mala. Esta polarización representa el poder que tiene el sentido del olfato en la formación de la identidad, en la identificación de las personas, en la manera en que las juzgamos y en la forma -o no- que interactuamos con ellas en la sociedad. Por este motivo, usar lociones para después de afeitarse, colonias y perfumes no es sólo un acto estético y olfativo, también es un aporte a la construcción moral de uno mismo y a la imagen que tienen los demás de nosotros.
Como mencionamos, el olor también construye la moral de un grupo y se vuelve un atributo social. Es frecuente vincular a la gente pobre con el mal olor y a las personas de clase socioeconómica acomodada o alta con el olor a perfume. Incluso somos capaces de separar a quienes usan fragancias baratas de quienes se aplican perfumes de los más costosos y finos.
De hecho, no nos sorprende que un trabajador de clase baja huela mal, pero sí que huela mal su rico patrón, y a la inversa. Y aunque los tiempos han cambiado y con ellos las prácticas de higiene personal, sigue siendo una clasificación muy difícil de desentrañar del imaginario y el lenguaje social.
En conclusión, podemos decir que los olores en general y los perfumes en particular no sólo identifican a las personas y construyen la imagen que el resto tiene de ellas; sino que también aportan a una clasificación social y moral de grupo. Ya sea por el olor corporal generado por la falta de higiene como por la calidad y el valor de las fragancias o perfumes que se aplican.
PURANOTICIA